lunes, 28 de febrero de 2011

Fue en el bar de la facultad

Son las ocho de la mañana de un día de invierno de hace muchos algunos años. Entro en la facultad y me dirijo hacia el aula donde se imparte la primera clase del día. Lingüística General. Creo. Por el pasillo, medio dormido, reconozco unas voces familiares justo detrás de mí. Son ellos, los de siempre, los compañeros de tantas y tantas horas de clase en la facultad. Me invitan a un café, me dicen. Voy a clase, les respondo. Uno rápido, contraatacan. Alguien hace un juego de palabras referente a la última respuesta, suenan unas risas y ya estamos de camino hacia el bar. No tomo café, pero eso es lo de menos.

Uno de mis compañeros pone su mochila sobre la mesa y, mirando hacia los lados, como si nos fuese a enseñar algo prohibido, nos susurra que tiene que hacernos una recomendación importante. Le hacemos más o menos caso mientras va abriendo una de las cremalleras. Saca un libro y lo pone sobre la mesa. Soy el primero en cogerlo; me suena del instituto, pero no lo he leído. Ni lo leeré durante la carrera, si no es por mi cuenta. Alguno está retirado ya de la conversación; suficiente tienen con leer las lecturas obligatorias como para echarse a la espalada alguna más. Eso dicen.

Todavía tengo el libro en las manos cuando su legítimo dueño (asegura que lo ha comprado) pide que se lo devuelva. Le doy la vuelta y leo la contracubierta. Interesante. Se lo devuelvo y lo guarda de nuevo. La conversación vuelve al tono habitual de ese bar. De esa mañana concreta de invierno. De ese día en el que me veo obligado, horas después, a pedir apuntes de Lingüística General. Creo.

Semanas después ya me he leído el libro. Lo cogí prestado de la biblioteca, pero ya tengo una copia en casa. La he comprado; quiero tener ese libro a mano. Qué buena recomendación, pienso, qué buena. ¿Cuántas más hubo en el bar de mi facultad? No sabría decirlo, pero aquellas horas entre humo de cigarrillos (cómo ha cambiado el cuento) quizá no fueron tan improductivas como nosotros mismos nos queríamos hacer creer.

3 comentarios:

Nimbusaeta dijo...

No nos dejes con la intriga: ¿qué libro era? :P

Anónimo dijo...

Eso! Eso! Qué libro era???

Los filólogos somos necesarios dijo...

Esa vez fue Rojo y Negro, de Stendhal. Luego vinieron otros muchos... :)