Hace tiempo que quería compartir esta historia, pero hoy he hablado por teléfono con el hijo de la protagonista y he pensado que no podía esperar más. Ella se llama Rosa y es la madre de uno de mis amigos de la infancia. Como tantas otras mujeres de su generación, tuvo que dejar la escuela cuando aprendió a leer y a hacer las cuentas más elementales. Después de una vida dedicada al trabajo y a sus dos hijos, hace un mes que se jubiló. Bien por ella.
Fuimos vecinos durante toda mi infancia y buena parte de mi adolescencia; muchas tardes me las pasaba en su casa merendando antes de salir a la calle con sus hijos en busca de cualquier juego. Una de las últimas veces que visité su casa (yo tendría unos 12 años), me llamó mucho la atención la gran estantería llena de libros que tenían en la sala. Siempre había estado allí, pero nunca le había prestado atención. Le pregunté a Rosa si había leído todos aquellos libros, pero me quedé paralizado cuando se marchó de la sala entre sollozos, sin contestar.
Años después, le pregunté a mi amigo por aquel episodio y me lo explicó todo: su madre había ido comprando todos aquellos libros para sus hijos, poco a poco, pero nunca se había atrevido a abrir ninguno y leerlo. "Pensaba que no entendería nada y que acabaría frustrada", me dijo. Mi amigo, un buen tipo donde los haya, empleó su primer sueldo de adolescencia en comprarle a su madre una colección de novelas de Galdós. Se sentó con ella un día y la "obligó" a leer. Y no hizo falta nada más. "Nadie escribe culebrones como Galdós; tienes que leer sus novelas", me dijo Rosa no hace demasiado. Buen consejo.
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