Hoy me ha tocado pasarme la noche en blanco, de guardia. No sé para qué, la verdad, porque no hay nada que vigilar, pero desde el primer día parece que esta responsabilidad compartida estrecha lazos en el grupo. Por supuesto, nadie pone un pero cuando llega su turno. Se hace siempre en pareja, con un acompañante que te sirve, sobre todo, para desviar la atención de tus miedos. O de tu miedo, en singular, que no es otro que ese ruido que viene de la superficie y que a veces parece viento y otras rugido, de vez en cuando risa y a menudo mar embravecido.
¿Y qué es? ¿Qué lo provoca? De eso nunca se habla en la guardia. Se aprovecha la noche para conocer un poco más a la persona que tienes delante, pistola en mano. Para recordar cómo era todo en tu vida y en la suya antes del desastre. Para discutir de fútbol. No, no es verdad; no se discute de fútbol. A veces alguien saca el tema, tratando de echar unas risas, pero no nos sobran fuerzas, y menos risas. Vaya, ahora sé que tengo que hacerme con un balón en cuanto pueda.
Mi compañero de esta noche se llama Rubén. Era cocinero en un restaurante. Al menos, eso cuenta él, pero yo no acabo de verle detrás de los fogones. Aunque, la verdad, ahora es difícil imaginarte a nadie haciendo nada. Tiene 34 años y está tranquilo, porque pudo ver los cuerpos sin vida de todos los que le importaban. Los que todavía no han perdido la esperanza son quienes peor lo pasan; buscan y no encuentran. O ni siquiera saben por dónde empezar a buscar.
-¿Quieres un pitillo, Rubén?
Lo ha cogido, agradeciendo mi gesto con un leve movimiento de cabeza, y luego lo ha mirado fijamente, durante largo rato. Cuando ya no le prestaba atención, ha sonreído mientras murmuraba:
-Ojalá me mates tú, tabaco cabrón.
3 comentarios:
Esperando el cuarto capítulo...
Y los demás...
Del tercero hacia atrás, así lo he leido. Espero poder disfrutar de los siguientes en orden.
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